Por el resto de su vida recordaría el fogonazo lívido de los seis disparos simultáneos y el eco del estampido que se despedazó por los montes, y la sonrisa triste y los ojos perplejos del fusilado, que permaneció erguido mientras la camisa se le empapaba de sangre, y que seguía sonriendo aún cuando lo desataron del poste y lo metieron en un cajón lleno de cal.
"Está vivo" pensó él. "Lo van a enterrar vivo". Se impresionó tanto que desde entonces detestó las prácticas militares y la guerra, no por las ejecuciones sino por la espantosa costumbre de enterrar vivos a los fusilados.
Cien años de soledad.
Gabriel García Márquez.

No hay comentarios:
Publicar un comentario